domingo, 1 de mayo de 2016

Amo la sensación.

Amo la sensación que provocan en mí sus gritos cuando la fina hoja lacera su tierna piel. Esos gritos que poco a poco van perdiendo fuerza y acaban por cesar pasados unos minutos de infinita agonía. No hay nada en el mundo que me excite más que ver el miedo en sus ojos cuando se dan cuenta de que ya no tienen escapatoria. Unos ojos que se anegan con lágrimas por tristeza, dolor y remordimiento.
Amo el color que se descubre cuando el oro líquido que les da vida mancha mi piel. Esa sangre que se despoja de su motor y sale apresuradamente al exterior, ya sin fin que cumplir. La palidez que queda en su pellejo tras mi dulce operación no puede compararse a esa impura nieve creada por el Dios incierto que muchos veneran.
Amo los vanos esfuerzos que interpretan con sus últimas fuerzas, con su último aliento. No... No sólo lo amo, sino que lo admiro. Esas ganas de vivir, esa energía en reserva que explota en un instante a fin de ser. Oh, cuántas manos que van al cuello instintivamente tratando tapar una apertura imposible de sellar.
Amo el momento en el que su núcleo deja de funcionar y se convierten en un peso muerto. Vivo para ese segundo, ese segundo en el que todo parece ir más lento y llega a tornarse estático. Su destino, fenecido antes de lo preestablecido, no se queja ni implora al cielo por lo que pudo ser y no fue. La totalidad del mundo calla, no llora ni se manifiesta.
Al día siguiente, cuando el cuerpo es encontrado en un callejón de mala muerte, un número limitado de gente pierde algo que era preciado para ellos y yo, yo pierdo tinta del bolígrafo al tachar el nombre de la víctima de una ilimitada lista de nombres que cada día crece más. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario