Amo la sensación
que provocan en mí sus gritos cuando la fina hoja lacera su tierna piel. Esos
gritos que poco a poco van perdiendo fuerza y acaban por cesar pasados unos
minutos de infinita agonía. No hay nada en el mundo que me excite más que ver
el miedo en sus ojos cuando se dan cuenta de que ya no tienen escapatoria. Unos
ojos que se anegan con lágrimas por tristeza, dolor y remordimiento.
Amo el color que
se descubre cuando el oro líquido que les da vida mancha mi piel. Esa sangre que
se despoja de su motor y sale apresuradamente al exterior, ya sin fin que
cumplir. La palidez que queda en su pellejo tras mi dulce operación no puede compararse
a esa impura nieve creada por el Dios incierto que muchos veneran.
Amo los vanos
esfuerzos que interpretan con sus últimas fuerzas, con su último aliento. No... No
sólo lo amo, sino que lo admiro. Esas ganas de vivir, esa energía en reserva
que explota en un instante a fin de ser. Oh, cuántas manos que van al cuello
instintivamente tratando tapar una apertura imposible de sellar.
Amo el momento
en el que su núcleo deja de funcionar y se convierten en un peso muerto. Vivo para
ese segundo, ese segundo en el que todo parece ir más lento y llega a tornarse
estático. Su destino, fenecido antes de lo preestablecido, no se queja ni
implora al cielo por lo que pudo ser y no fue. La totalidad del mundo calla, no llora ni se
manifiesta.
Al día
siguiente, cuando el cuerpo es encontrado en un callejón de mala muerte, un
número limitado de gente pierde algo que era preciado para ellos y yo, yo
pierdo tinta del bolígrafo al tachar el nombre de la víctima de una ilimitada
lista de nombres que cada día crece más.
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