El pálido techo se
cierne sobre los carmesís hilos, las dulces notas resuenan dentro del infinito.
El tiempo parece haber parado su camino, la cristalina agua corretea por la
suave piel. La sombra se agolpa en el piso, digiere todo aquello que toca su
frescor. El aroma de las flores todavía puede olerse, pero ya no hay sentido
que acapare su carga. Las paredes alcanzan el límite, unen dos realidades llenas
de subjetividad. Las vendas están empapadas de oro líquido, espesan su masa
pegadas a un ser proscrito.
El mortecino
cuerpo que cuelga se balancea ante la falta de corriente. El cuello está
amoratado, al igual que los labios. Los ojos están abiertos; llenos de vida e
ilusión hacen que las livianas gotitas desvanezcan. Los brazos están
encadenados con la pérfida verdad, entroncan cada minuto que el núcleo reluce. Los
cabellos son albos, aunque de ellos se desprende una gran oscuridad pasada. Los
dedos todavía mueven sus nervios, intentan alcanzar algo que quizá no
comprenden.
Empatizo con la
determinación, con las ganas de seguir hacia delante; mas no consigo entender
cuál es el objetivo una vez sabe que todo ha acabado. Lo miro desde el suelo,
mis cuencas relucen y mis dientes rechinan. Los sentidos que me componen están
a flor de piel. Suelto un alarido que hace retumbar, no consigo alterar su alma
ni un ápice. No tiene miedo, no presenta cobardía en su origen, sólo reclama
aquello que es suyo.
Sus labios se
mueven, intentan hacerme llegar un mensaje. Él está demasiado lejos, mi oído no
es tan fino como quiero aparentar. No consigo entenderle, maldigo la vejez que
reside en mis rotos huesos. Sus dedos se mueven de una manera extraña, el hierro
del suelo se solidifica y crea un montículo que lleva hasta su área.
Cuando llego hasta
él, me pide que acerque las orejas a su susurro. No temo ni desconfío, parece
demasiado puto como para hilar una mentira.
“Tú, lobo solitario, que vagas sin rumbo por
la inmensidad de mi ser a tus anchas. Tú, lobo solitario, que dejas que las
lágrimas caigan cada noche sin hacer nada para cambiarlo. Tú, lobo solitario,
aquél que se alimenta de la desgracia.
Maldigo tu vista, para que nunca más puedas observar
el paraíso.
Maldigo tu olfato, para que nunca más puedas
orientarte en el paraíso.
Maldigo tu oído, para que nunca más puedas atender a
la armonía del paraíso.
Maldigo tu gusto, para que nunca más puedas disfrutar
de la esencia del paraíso.
Maldigo tu tacto, para que nunca más puedas acariciar
las pulsiones del paraíso.
El núcleo que hace fluir tu existencia podrá seguir,
pero jamás podrá parar. No sentirás cansancio, no sentirás frío, no sentirás
miedo, no sentirás pasión… No sentirás nada. Prohíbo a la felicidad atravesar
tu corazón, prohíbo a la tristeza abandonar tu carcasa.
Ahora ve, huye con el rabo entre las piernas a tu
guarida. El trono que guardabas se ha roto, la corona ha pasado a mi poder. Espero
encuentres el camino que nunca quisiste perder.”
Y con ello se disipó.