Me desperté aquel
día de invierno sola y con lágrimas secas en los ojos. Me sentía desorientada,
el aire a mi alrededor era pesado y me costaba respirar. Todo estaba oscuro y
mi cuerpo estaba sudoroso. En vano, intenté mantener la compostura, pero empecé
a temblar y ya no pude parar.
Me agarré el
pecho, pues mi corazón pesaba y creía que yo sola ya no podría sujetarlo ni
sostenerlo. Me tapé la boca, pues no quería que nadie escuchara mis
desesperados lamentos. Me enjugué las lágrimas que brotaban sin cesar de mi yo
más interior, pues no merecía semejante desahogo. Me cerré al consuelo, me abrí
las heridas que nunca curaron. Simplemente me dejé llevar por el dolor una vez
más y caí en la tentación de dejar a un lado las consecuencias.
No podía pensar
con claridad y mi mente se convirtió en una mina de recuerdos turbadores que me
hacían sentir todavía peor. Quería que todo aquello se desvaneciera, quería
volver a ser feliz.
Pasé en ese estado
cortos minutos que me parecieron siglos y, una vez sosegado, di cuenta del
patetismo que lo envolvía. Me di vergüenza a mí misma y quise hundirme debajo
de las sábanas. Me hice un ovillo y conté hasta doce, pues diez no me
parecieron suficientes para armarme de valor y salir a la vida real. Una vez
fuera y con los pies desnudos sobre el frío suelo, levanté la persiana. El
cielo estaba muy oscuro, no porque fuera de noche sino porque los negros
nubarrones que se cernían sobre la dormida ciudad amenazaban con soltar todo su
pesar en ella.
Posé mis manos
sobre el fino cristal y me acerqué para ver mejor lo que el exterior me
ofrecía. Los árboles se sentían impasibles y sin vida. Las casas eran grises y
cuadriculadas, nada de originalidad en su causa. Las farolas acababan de apagar
su fuego y se mantenían rectas, desprovistas de energía para seguir. Las pequeñas
calles estaban despejadas y sólo brillaban por los charcos que las bañaban.
Aquella imagen no
provocó en mí desagrado ni vacío; en su lugar, percibí belleza, armonía y
perfección.
Me aparté silenciosa
de aquel cuadro que perecía y reuní fuerzas ya olvidadas para avanzar en el
nuevo día que tenía ante mi. Me quité el pulcro y pálido camisón rosado y lo
cambié por un descuidado y plano vestido blancuzco. Mis desnudos pies se
cubrieron con un tosco tejido negro y mi apagado cabello quedó suspendido sin
haber sido domado por el cepillo.
Salí de aquellas
cuatro paredes que me tenían encerrada sin dejar atrás todas mis preocupaciones
y dificultades. Las llevé conmigo como siempre lo hago, porque no están en un
lugar físico, porque no las puedo apartar como a una pila de viejos libros que
estorban y ocupan espacio en el camino, porque están dentro de mí.
Moran en mis
pensamientos, anidan en cada rincón puro que encuentran, se alimentan de los
temores e inseguridades que guardo bajo un sinfín de luz. Absorben todo a su
paso y convierten mi interior en un camino de oscuridad en el que van y vienen
a su antojo. No es que me importe, ya estoy acostumbrada a ellas.
Por este mundo
caminan dos tipos de personas que se anteponen, hay un equilibrio que debe ser
mantenido. Están aquellas que se merecen ser felices y están las que merecen
todo lo contrario. No hay una razón, una regla que determine el porqué de ello,
es algo que se sabe.
Yo merezco ser
infeliz. Merezco no amar ni ser amada, pues es un privilegio al que se me cerró
la puerta.
Soy digna de todo
lo malo que me pase, es algo que acepté una vez que me di cuenta. Sin embargo,
aunque a cada segundo intente demostrarme y persuadirme de que está bien,
aunque me obligue a convencerme de que no debo darle importancia, el dolor de
la soledad no es algo que pueda aguantar mucho más.
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