martes, 3 de mayo de 2016

Lamento de soledad.

Me desperté aquel día de invierno sola y con lágrimas secas en los ojos. Me sentía desorientada, el aire a mi alrededor era pesado y me costaba respirar. Todo estaba oscuro y mi cuerpo estaba sudoroso. En vano, intenté mantener la compostura, pero empecé a temblar y ya no pude parar.
Me agarré el pecho, pues mi corazón pesaba y creía que yo sola ya no podría sujetarlo ni sostenerlo. Me tapé la boca, pues no quería que nadie escuchara mis desesperados lamentos. Me enjugué las lágrimas que brotaban sin cesar de mi yo más interior, pues no merecía semejante desahogo. Me cerré al consuelo, me abrí las heridas que nunca curaron. Simplemente me dejé llevar por el dolor una vez más y caí en la tentación de dejar a un lado las consecuencias.
No podía pensar con claridad y mi mente se convirtió en una mina de recuerdos turbadores que me hacían sentir todavía peor. Quería que todo aquello se desvaneciera, quería volver a ser feliz.
Pasé en ese estado cortos minutos que me parecieron siglos y, una vez sosegado, di cuenta del patetismo que lo envolvía. Me di vergüenza a mí misma y quise hundirme debajo de las sábanas. Me hice un ovillo y conté hasta doce, pues diez no me parecieron suficientes para armarme de valor y salir a la vida real. Una vez fuera y con los pies desnudos sobre el frío suelo, levanté la persiana. El cielo estaba muy oscuro, no porque fuera de noche sino porque los negros nubarrones que se cernían sobre la dormida ciudad amenazaban con soltar todo su pesar en ella.
Posé mis manos sobre el fino cristal y me acerqué para ver mejor lo que el exterior me ofrecía. Los árboles se sentían impasibles y sin vida. Las casas eran grises y cuadriculadas, nada de originalidad en su causa. Las farolas acababan de apagar su fuego y se mantenían rectas, desprovistas de energía para seguir. Las pequeñas calles estaban despejadas y sólo brillaban por los charcos que las bañaban.
Aquella imagen no provocó en mí desagrado ni vacío; en su lugar, percibí belleza, armonía y perfección.
Me aparté silenciosa de aquel cuadro que perecía y reuní fuerzas ya olvidadas para avanzar en el nuevo día que tenía ante mi. Me quité el pulcro y pálido camisón rosado y lo cambié por un descuidado y plano vestido blancuzco. Mis desnudos pies se cubrieron con un tosco tejido negro y mi apagado cabello quedó suspendido sin haber sido domado por el cepillo.
Salí de aquellas cuatro paredes que me tenían encerrada sin dejar atrás todas mis preocupaciones y dificultades. Las llevé conmigo como siempre lo hago, porque no están en un lugar físico, porque no las puedo apartar como a una pila de viejos libros que estorban y ocupan espacio en el camino, porque están dentro de mí.
Moran en mis pensamientos, anidan en cada rincón puro que encuentran, se alimentan de los temores e inseguridades que guardo bajo un sinfín de luz. Absorben todo a su paso y convierten mi interior en un camino de oscuridad en el que van y vienen a su antojo. No es que me importe, ya estoy acostumbrada a ellas.
Por este mundo caminan dos tipos de personas que se anteponen, hay un equilibrio que debe ser mantenido. Están aquellas que se merecen ser felices y están las que merecen todo lo contrario. No hay una razón, una regla que determine el porqué de ello, es algo que se sabe.
Yo merezco ser infeliz. Merezco no amar ni ser amada, pues es un privilegio al que se me cerró la puerta.
Soy digna de todo lo malo que me pase, es algo que acepté una vez que me di cuenta. Sin embargo, aunque a cada segundo intente demostrarme y persuadirme de que está bien, aunque me obligue a convencerme de que no debo darle importancia, el dolor de la soledad no es algo que pueda aguantar mucho más.


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