La música fluía por toda la habitación. No
recuerdo qué era lo que sonaba exactamente, pero sé que era algo hermoso por
como mi corazón se rindió ante la melodía. La luz tenue y anaranjada daba un
toque clásico a la noche y yo no podía parar de llorar. Estaba cansado; cansado
y hundido ante todo lo que me había acribillado en los últimos años de mi vida.
Las manos me temblaban y mi respiración
era entrecortada. Mi cabeza daba vueltas, llena de pensamientos atroces que no
quiero ni rememorar ni volver a sentir en mis carnes. Mis cuerdas vocales
vibraban con ardor y mi boca solo se movía para volver a empezar. Resonaba en
mí el sonido, y por eso creo que nadie atendió mi llamada de socorro.
Las lágrimas no paraban de brotar, cayendo
sobre mi cuerpo aburrido y haciendo palpable todo aquello que me provoca
cobardía exteriorizar con palabras. Desnudo ante la soledad me intenté cubrir
cerrando todas las puertas, aprisionándome de nuevo en mí mismo. Originé, de
esta manera, un nuevo círculo vicioso que jamás pensé volvería a iniciar.
El lacerante dolor me atravesó el corazón
como nunca antes y sentí como mi interior se corrompía y enganchaba a aquella
tortura como si de una droga se tratara. Disfrazada con una máscara de vicio
suave, me mintió. Me hizo creer que me ayudaba, pero esto solo sirvió para caer
aún más en su trampa de metal. Pese a ello, no la culpo. El pecado fue mío al
creer que aquello me ayudaría. Fui un ciego ante lo obvio y por eso caí en el
abismo de la desesperación.
Aún con mis llamadas de auxilio, no quería
que nadie viniera a socorrerme. Deseaba que todo se quedara como en aquel
momento porque era más fácil de sobrellevar. Aquello ya lo conocía y no quería
avanzar con temor a la posibilidad de encontrarme con algo peor más adelante.
Ni siquiera pensaba en encontrar una opción que me diera la posibilidad de
vivir.
En aquel momento no lo pensé con frialdad,
me dejé llevar por todos aquellos pensamientos nocivos. Algo de lo que ahora me
arrepiento profundamente al ver las cicatrices que mi ignorancia marcó y que se
ha negado a curar con el paso del tiempo. Me sirven como recordatorio eterno de
una juventud perdida y rota.
Los ojos rojos y ya secos dieron paso a
una oscuridad penetrante y poco tranquilizadora. Las pesadillas se lanzaron
brutalmente sobre mi debilidad, alimentándose de las tinieblas que me rodeaban.
Quedaron saciadas tras hacerme experimentar todos y cada uno de mis miedos;
alejándose satisfechas, riendo a carcajada salvaje y estridente con el trabajo
bien hecho.
Me desperté en pánico y sudoroso. La luz tenue
y anaranjada que le daba ese toque clásico a la noche había pasado a darle un
toque ridículo a la mañana. El llanto había cesado, pero el cansancio quedaría
reminiscente hasta la consumación de mis días.