martes, 11 de noviembre de 2014

Rencor.

    Silencio.
    Todo estaba sumergido en una abisal calma desgarradora. Una quietud molesta que hacía creer que aquel paraje estaba sumido en el total vacío. Pero no era así en realidad.
    Más allá de la abandonada puerta principal, cruzando las más recientes piedras junto con las recién marchitas flores, pasando directamente por encima del viejo puente sobre el río reseco, se encontraba ella.
    Unas alas del negro más profundo que jamás se haya visto cubrían su cuerpo de mujer, resguardándola de la luz plateada que de la luna provenía. Sentada como estaba sobre el mausoleo más alto, vigilaba todos y cada uno de los rincones del vasto cementerio. Un profundo carmesí bañaba sus iris del mismo modo que la sangre baña al suelo cuando se derrama sobre la nieve, brindándole el aspecto mismo de la rabia hecha vida. Unos labios, fríos y amoratados, la acompañaban en aquella noche perpetua cubierta de bruma. Su cuerpo, cubierto con las cicatrices más repugnantes, estaba tapado con unos ropajes que bien podían confundirse con los de un mendigo a punto de sucumbir.
    Pasito. Sonrisa tenaz que se forma. Quejido. Vaga intención para alzarse. Gimoteo. Paso. Caída inesperada. Aullido de amparo.
    La hora había llegado.
    Con experto movimiento bajó de su morada y, deslizándose como si una serpiente fuera, se dirigió hacia el lugar donde su deseado invitado aguardaba llorando. Era un pequeño niño perdido entre la ignorancia, requiriendo a gritos el ser escoltado hasta el averno.
    Ella, ya posando sus desnudos pies sobre la tierra mojada, se acercó a él con la palma de la mano derecha en su dirección, demandando que se aproximara a ella. Con el cuerpo adormecido, y lleno de temor, el muchacho la rechazó.
    Cambiando su expresión casi imperturbable, y sintiéndose ofendida, cerró la palma de su mano con fuerza dejando que las uñas se le clavaran hasta los huesos. El niño comenzó a gritar y se llevó la mano al pecho.
    Sangre comenzó a brotarle del pequeño cuerpecito durante los siguientes cinco minutos. De los ojos, de la nariz, de las orejas, de la boca… Se sintió hueco, como si cada elemento del interior de su cuerpo le hubiera abandonado a su suerte. Cayó al suelo jadeante, esperando encontrar una respuesta que nunca hallaría. Volvió a llevar su mano al pecho, y lo que no encontró, le hizo desfallecer. La mujer alada, al completar su cometido, abrió la mano y la dejó pendiendo de su brazo.
    Cogió el cuerpo del niño y, sin cuidado alguno, se lo llevó hasta uno de las criptas que salpicaban el lugar. Ya dentro, lo dejó caer sin vacilación contra la dura piedra justo en el centro. Sin dificultad, impregnó a su mártir de una sustancia inflamable y, con un simple soplo, lo prendió.
    Culpa del calor fue que la criaturita se despertara justo en aquel momento, y culpa del ardor fue, que empezara a gritar nuevamente. Ella, al oír todos aquellos intentos vanos de auxilio, le agarró del cuello y le susurró al oído con rencor:

    -Todo esto hubiera sido más fácil si hubieras aceptado mi oferta inicial.