viernes, 28 de marzo de 2014

Decae cual mariposa.

    La nieve caía desde lo más alto del cielo y ella se encontraba sentada en las escaleras del porche admirándola con ojos vacíos. El vaho que se escapaba de su boca creaba formas tan blancas y finas como las nubes en un día de primavera, cálido y suave. La temperatura allí fuera debía de ser muy baja, pero ella, ella no sentía frío alguno. Su vestido blanco, de mangas cortas y ligera tela, estaba rasgado y denotaba antigüedad. Su piel era muy clara, al igual que sus ojos y su largo pelo. 
    Suspiró pesadamente, dejando que todo el aire que salía de su cuerpo se mezclara con el del ambiente. Estaba cansada, muy cansada y las ojeras pronunciadas bajo sus ojos daban testimonio de aquello. Miró hacia arriba intentando buscar una señal divina que diera por terminado su trabajo en aquel mundo, pero no la encontró. Sólo veía nieve, más nieve y un cielo plomizo. Cerró los ojos con la intención de evadirse de la realidad por unos segundos y un sentimiento de tranquilidad la embargó. Abrió los ojos tras unos instantes en penumbra y por fin lo vio.
    Una pequeña mariposa negra caía lentamente hacia el suelo al compás de los pequeños copos. Ella, se levantó delicadamente y se quedó quieta, muy quieta ante lo que estaba viendo. Pasaron así cinco largos segundos hasta que el curso de la mariposa cambió. La alevilla dejó de caer y comenzó a rebolotear con cierta dificultad. Pasito a pasito ella se fue acercando hasta su posición incierta con los brazos extendidos y las palmas de las manos abiertas. El ínfimo insecto se posó abatido sobre sus manos. Abrió y cerró cuatro veces sus alas:
    -Mi vida decae cual mariposa en invierno.- Y, diciéndo esto, cerró solícitamente sus frágiles manos. 
    Una fina hebra de calor emanó de la mariposa sorprendiéndola notablemente. Ella, abrió sus palmas y la dejó suspendida en el aire mientras se retiraba un poco hacia atrás. Estaba en el centro de aquel jardín, la hora de su juicio final había llegado. 
    Sus cuerpo se iba debilitando a la par que perdía todos y cada uno de sus despreciados sentidos. La comisura de sus labios formó una pequeña sonrisa a modo de ofrenda llena de amabilidad, articuló sus últimas palabras y sucumbió. 
    Desapareció. Su cuerpo se volatilizó y nadie supo a donde fue. Ya nadie recuerda las historias que se contaban sobre ella pero, lo que yo sí recuerdo, son aquellas últimas palabras que pronunció con quietud: ''El dolor de estar sola no es una tarea fácil de llevar.'' 
                                                                                               

miércoles, 26 de marzo de 2014

Rechazo.

    Sus ojos estaban hinchados y rojos de tanto llorar, pero era hermoso y yo lo amaba. Él siempre se veía bello cuando lloraba y, dado que pasaba la mayor parte de su tiempo llorando, su estado natural era la belleza. Amaba la manera en la que él compartía su dolor conmigo y él, amaba el hecho de que yo aceptara el dolor ajeno como si fuera el mío propio. Apreciaba que yo no le rechazara por cómo era, con sus defectos y sus inseguridades. Pero yo, yo lo idolatraba aún más de lo que creía, aunque nunca lo llegara a descubrir. Adoraba la torpe sonrisa que sobresalía de sus labios cada vez que decía un ‘’Te quiero’’ - tímido pero verdadero -, me enamoraba con una simple mirada de sus pálidos ojos verdes y agradecía la capacidad que tenía de calmarme con una simple caricia.
    Murió un 12 de Junio y todo se vino abajo. No más caricias tranquilizantes ante las situaciones irritantes de la vida, no más pálidos ojos verdes con los que embelesarse y no más torpes sonrisas tras los ‘’Te quiero’’. Nunca pude decirle lo mucho que le admiraba, se fue sin saber lo importante que era para mí. Se acabaron los defectos y las imperfecciones, y comenzó el rechazo ante las virtudes y las perfecciones. Terminé con mi manía de hacer que el dolor de los demás me afectara más que el mío particular y comencé a ser, lo que los demás llaman, egoísta, adjetivo que las personas te otorgan cuando dejas de preocuparte por sus estupideces sin sentido alguno. Desde aquel momento, odié el estado natural de la belleza que los ojos hinchados y rojos tras la llorera denotan. Censuré mis lágrimas y las reprimí en lo más profundo del suplicio que me azotaba, renuncié a ver hermoso lo que antes me lo parecía y eso, eso fue lo que firmó mi sentencia de muerte. No supe aceptar el dolor.


domingo, 23 de marzo de 2014

Tan ella.

    Ella estaba sentada en una de aquellas sillas que llenaban el interior de la sobria cocina. Estaba tomándose su té rojo con dos azucarillos como todas las mañanas. Algo tan rutinario, que ya no recordaba cuando había comenzado aquel hábito. Para ella, cada día era el resultado de un movimiento cíclico constante, un movimiento que no paraba y que siempre era el mismo. Desde hacía algún tiempo todo fluía con la misma intensidad en su vida, cada momento, cada respiro. Todo… 
    El sonidito metálico que producía la cucharilla al dar vueltas en la taza de té y el repiqueteo de las lejanas gotas de agua procedentes de la calle eran su única compañía. Sólo estaban ella y los sonidos. Nada más que la acompañara en ese preciso y solitario instante de su cansada vida.
    Un camisón blanco con matices de encaje y hecho de seda le tapaba el desnudo cuerpo que exhibía bajo él. Tan blanco, tan inocente, tan puro, tan delicado, tan ella,… Su piel, del color de la arena de playa, contrastaba sobre aquel lienzo impoluto. Esa piel, tan perfecta, tan suave, tan joven, tan ella,… Unos labios coloreados del carmín más pasional resaltaban sobre aquella mansa imagen. Unos labios tan ardientes, tan carnosos, tan llenos de vida, tan ella,… Un poco más arriba se encontraban sus ojos, del color de la hierba tras una tormenta de primavera. Unos ojos con la forma de una almendra. Tan bien encajados sobre aquel rostro que, al mirar directamente sobre ellos, parecía que te estuvieran mirando dentro del alma. Conociendo todos los temores e inseguridades más escondidos en el fondo de tu propio inconsciente. Descubriendo cada pequeño secreto del que habías intentado escapar por tantos años. Tan frescos, tan macizos, tan valerosos, tan tenaces, tan ella,… Su pelo pardo y brillante caía sobre sus rectos hombros formando pequeñas ondas, por las cuales, hasta el océano hubiera tenido envidia de ellas. Aquella melena tan deslumbrante, tan refulgente, tan correcta, tan magnífica, tan ella,… Su rostro perfecto y dulce se alzaba sobre todo lo demás. Tan bello que Afrodita hubiera vendido su alma por tenerlo, Aquellas facciones tan tiernas, tan gratas, tan mansas, tan agradables, tan ella,… 
    Unos pasos firmes procedentes de un lugar que no pudo adivinar entraron en la cocina. Ella al escucharlos supo que algo, por una vez, iba a ser diferente al final. Él se acercó hacia ella por detrás con una pulcritud codiciable. Acercó su rostro, sus labios y su audacia a su oído. En un susurro casi inaudible le murmuró algo con cierta ternura. Algo tan cálido, que ella se relajó por completo. Su faz estaba calmada, tan plácida y serena que hasta hubiera producido pavor a aquellos que en aquel segundo hubieran osado poder mirarla por última vez, haber podido disfrutar de su belleza antes de que la parca se la llevara. 
    El filo limpio del cuchillo se hendió sobre el quebradizo cuello de ella. Su historia, vida y corazón se suspendieron allí mismo. No tuvo reparo en arrebatarle todo, simplemente rajó sin importar en las consecuencias que aquello tenía. Un pequeño rastro de sangre comenzó a caerle manchando todo de sufrimiento a su paso. La mano que hace un momento había estado viva moviendo la cucharilla del té, cayó inerte. Ella murió sabiendo. Ella murió teniendo en mente que su vida ya no era suya. 
    Él, postrado a las espaldas de ella se desplazó unos centímetros para poder mirarla de frente. Él, que le había desposeído del milagro de la vida sintió algo. Un sentimiento de dolor y arrepentimiento que jamás en su longeva vida había experimentado. No, si lo había experimentado en una época pasada, pero lo quiso olvidar. Hace un tiempo él se dejó llevar por las pasiones y cayó. Se dejó enamorar por la flor más delicada que sus ojos jamás vieron. Y ahora, todo se había repetido. Pero algo había cambiado desde la última vez. En esta ocasión, no podía caer más abajo de donde ya estaba. Una lágrima de pesadumbre y aflicción le cayó, una lágrima solitaria y desamparada fácil de arrinconar. La limpió, la miró por última vez y se fue tan rápido como había llegado.
    La dejó allí sola. El peso que suponía su cuerpo, cayó contra el suelo haciendo que la sangre salpicara completamente el espacio. 
    El camisón blanco que cubría su cuerpo se mancilló del escarlata más potente que hay en el interior de una criatura. Su piel, fue perdiendo color hasta llegar a apagarse por completo. Tan imperfecta, tan seca, tan anciana, tan ella,… Aquellos labios dejaron de resaltar y mudaron a un mortecino tono. Tan secos y faltos de cariño, unos labios  a los que no habían dejado poder amar lo suficiente. Tan fríos, tan pequeños, tan muertos, tan ella,… Unos cetrinos ojos dejaron de vivir y la luz que había tras ellos desapareció. Parecían cansados, agotados de recordar viejos tiempos de gloria. Ellos, tan templados, tan huecos, tan débiles, tan cobardes, tan ella,… El pelo, ya lacio, se tornó azabache. Se desplomó contra el suelo encharcado en perdición. Tan apagado, tan opaco, tan mediocre, tan pobre, tan ella,… Ese pelo, que con timidez tapaba el rostro imperfecto de ella. Tan exánime, tan desfallecido pero a la vez, tan sereno y placentero que parecía que había estado esperando la muerte desde hacía tiempo. 
    Se la llevaron un día lluvioso de Mayo. Ella no se resistió, no desafió a su asesino; ella sólo sucumbió y aceptó su destino. Murió y unas palabras que cierto ángel le había susurrado fueron lo último que resonó en su cabeza. 
    ''-Lo siento amada mía, una diosa lo reclama de vuelta…’’