No
sé quién soy o quién debo ser; mi nombre quedó hace ya muchos siglos bajo el
olvido de la historia. Desde que tengo uso de razón he estado enteramente solo.
Sin madre que me calmara durante mi primer llanto, sin padre que me enseñara a
mantenerme firme ante las adversidades, sin amigos que me ayudasen a forjar, lo
que muchos llaman y anhelan, vínculos.
En toda mi longeva y monótona vida, solo he
sentido un profundo dolor sobre el pecho. Un tormento que me produce levantarme
y acostarme con lágrimas en los ojos. No encuentro consuelo ni solución a mi debilidad.
Mi noción del tiempo destaca por su carencia
y no percibo la realidad como debería ser. Todo me aterra, y ni siquiera puedo
hallar descanso alguno por las noches porque Morfeo prohibió mi entrada al
reino de los sueños.
Deseo poder dejar de sentir; apagar todos y
cada uno de mis sensores.
He vagado por el vasto mundo que me rodea y
todavía no he encontrado el lugar al que pertenezco. He perdido toda esperanza
y motivación para continuar mi búsqueda pues sé que, aunque siguiera el mismo
camino hasta agotar mis energías, no vale la pena desperdiciar un tiempo
injustamente otorgado a alguien que no va a usarlo sabiamente.
¿Cuál fue el propósito de mi nacimiento? O
mejor dicho, ¿realmente debí haber nacido? ¿Quién me puso aquí? ¿Cuál es mi
cometido?
El tenue viento me mece suavemente bajo la
atenta mirada de la Luna en lo alto de la bóveda celeste. La miro, clamando un
último milagro que me ayude a responder a todas mis preguntas.
Silencio absoluto.
Las briznas de hierba bailan bajo mi cuerpo
y el sonido de la naturaleza me llama a sus brazos. No quiero luchar más, ya
hace tiempo que me desprendí de todo.
Mientras que el oro líquido que da vida
escapa de mi cuerpo, mi mente se desvanece. He conseguido soltarme de la
maldición que me tenía atado. Por primera vez puedo ver con claridad, las
tinieblas han desaparecido.
Por fin soy libre.