domingo, 26 de febrero de 2017

Equinoccio.

Mis pies apenas rozan el suelo. Se siente frío y de cristal. La luz a mi alrededor es muy brillante, parece un túnel que nunca acaba. Llevo andando horas, tal vez días o semanas. El tiempo ha dejado de ser una preocupación, el fluir ha quedado roto. Mi mente está confusa, nada de lo que antes viví recuerdo. Cada vez que intento evocar una de mis memorias me bloqueo.
¿Hacia dónde estoy yendo?
¿Quién soy en realidad?
Mi cuerpo tiembla de frío. Mis labios están amoratados y mi piel tornó pálida. Cuento mis venas vacías, siento el latido de un corazón lleno de hastío. La respiración se me hace pesada y escasa, mis pulmones no dejan que el aire purifique. Mi cascarón está extenuado, los miembros caen ya entumecidos. Anhelo poder alcanzar mi destino.
Toso, mi garganta se contrae. Noto un líquido abrasador recorrer mi interior. De mi boca sólo parece exteriorizarse la oscuridad y la inmundicia. La inquietud me oprime el pecho. Las espesas lágrimas deslizan su frescor por mis sombrías mejillas. No esperan ser recogidas, se desploman en el olvido.
El desconocimiento me aterra, mas la curiosidad me mantiene con los ojos abiertos. Reconozco mis crímenes, no entiendo tal prueba a la que se me somete. El descanso se me tiene vetado, la eternidad no me aguarda al otro lado. Hilvano los recovecos de mi existencia con una aguja desgastada y sin punta, el hilo se desmenuza. Las cenizas que quedaban se volatilizaron, no queda espacio para la reencarnación. Desapareció el sentimiento de culpa y, por ello…
¿Por qué sigo perdido en esta niebla?
Paso. Paso. Caída. Dolor.
Mil agujas cruzan mis rodillas y un grito desesperado amenaza con alzarse. Algo me empuja a levantarme. No es determinación, tampoco valentía; simplemente es una chispa autómata. Siento como si un sinfín de hebras estuvieran moviendo la solidez de mi cuerpo.
Quiero acabar con todo este juego maldito sin reglas.
Llego a una vasta sala. Allí no hay horizonte ni brillantez, sólo una luz neutra que ilumina vagamente. Mis ojos van quedando ciegos, ven con subjetividad y tapan aquello que ataca a mi inocencia. Un río suena acompañando el zumbido de mis oídos, la humedad cala en mis quebrados huesos.
Mis pies tocan plenamente el suelo. Ya no se siente frío ni cristalino. Miro hacia abajo y las piezas encajan solas. La Flor del Equinoccio cubre con su color carmesí, asemeja demasiado al oro rojo que una vez recorrió mi ser.
La leyenda cuenta que la esencia de esta flor trae los recuerdos más hermosos de tu vida justo antes de morir. Percibo el aroma, pero ello no despierta en mi nada.
¿Por qué estoy viendo belleza en la muerte en vez de en la vida?
Mis recuerdos no volverán. Debo atravesar el Río del Olvido, la angustia termina aquí. 
Mientras camino por las frías aguas voy desvaneciéndome. Me quemo, pero no hay fuego. Todo lo que fui, soy o pude ser torna en humo. Alzo mi mano intentando atrapar la salvación, los párpados caen y mis ojos descubren la verdadera soledad por primera vez.

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