La incertidumbre me abruma. Mi
núcleo está inundado de sentimientos sin valor, no sabe qué hacer con ellos. Intenta
darles un sentido, pero está cansado de brindarles esperanza. La aplastante
realidad gobierna, la subjetividad cae por su propio peso; al igual que las
lágrimas.
¿De qué me sirve sentir todo esto
si jamás podrá ser compartido?
La suposición se dispara y mi mente
crea un sinfín de excusas. Todas se resumen a una. Ella es dolorosa, difícil de
encajar, pero tajante en su resolución. Una verdad angustiosa, todo en mi ser
se une para rechazarla. Sin embargo, no puedo, simplemente no puedo negarla. Si
lo hiciera estaría huyendo de mi destino.
No nací para amar, mis emociones
son insuficientes. Nadie querría para sí un núcleo roto ni un corazón que sólo
sirve para bombear sangre podrida. A veces pienso que estoy vacía por dentro,
que lo que siento es sólo una mera ilusión. La confusión se encuentra agolpada,
me paraliza y me impide ver el paraíso que tengo ante los ojos.
Si quisiera que todo esto acabase,
únicamente tendría que alzar mi voz. Por defecto me contengo a la actuación,
estoy más cómoda en las tinieblas; o al menos eso es lo que ella me ha hecho
creer. Su voz se alimenta de la mínima felicidad que chisporrotea. Consume mi
alma, corrompe mis pensamientos y agota mi fuerza. La vida que me ha tocado
hilar no tiene punto final, es un amasijo de alaridos a un cielo inexistente.
No nací para ser amada, mi
naturaleza es espantosa. Nunca fui otorgada el derecho y mi mayor error fue
pensar que sí. La falta siempre es mía, el instinto gira hacia el lado de la
desgracia y acierta. Soy yo la que cae en los espejismos que me impongo, ciño a
un plan sin base los pasos del tiempo. Cuando descubro aquello que la venda de
mi razón no quiere que reconozca, caigo en la desesperación y el ciclo vicioso
vuelve a cero.
Anhelo poder destruir estos
sentimientos, poder librarme de una carga que nada me aporta. Lo he intentado
de una y mil maneras, pero ninguna ha logrado dominar. Cada vez que pruebo el
dolor y la culpa se acentúan.
¿Qué es lo que debo hacer?
Las noches cada vez son más largas,
pues me niego el reposo. Los ataques explotan. No vienen de improvisto, soy yo
la que los provoca. Intento enseñarme una lección que ni siquiera entiendo,
pero sé que me merezco. Mi cabeza da vueltas a cada segundo que graba, quema su
energía y exaspera mi paciencia.
Realmente quiero que ella
desaparezca.
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